Cuidado con Levín. Uno nunca sabe con qué se va a encontrar. Lo mejor es que él tampoco: va y va nomás. Y nos arrastra, nos pierde en sus elecciones de imprevisto menú, siempre renovado, como ya pasaba en Ceviche, la novela que inauguró la saga de El Sapo Vizcarra y de su amigo de la calle, Dionisio. Curiosos gastrónomos sin patente ni carnet, noctámbulos en un barrio entre Once y el Abasto estrecho de calles e infinito de olores, especies y especias, y con tantas posibilidades mágicas como el guetto de Praga, El Sapo y su ladero esta vez se pierden en la noche invernal y desembarcan en las mesas de un populoso restaurant ruso aislado por una literal cortina de hierro.
Como algunos otros grandes textos célebres, Bolsillo de cerdo -qué buen nombre de plato, qué pedazo de título de novela- se autolimita alevosamente en tiempo y espacio: como si no bastara con el unánime barrio, todo pasa en esa noche cerrada y en ese ámbito ritual de clausura. Así, en el transcurso de la cena pautada por el ritmo de las oleadas del imperioso vodka y los platos demorados y degustados con sutileza, distintos personajes traerán cada uno su historia, su fábula incompleta, su relato dislocado. Y todas esas líneas de vida e intriga, versiones narrativas más o menos fantásticas de un pasado inverificable, concluirán clásicamente en el embudo, en el vértice simbólico de esa noche a toda orquesta, de esta novela incontable.