Las afinidades entre escritores y psicoanalistas, de las cuales se ofrece un oportuno resumen al principio de este volumen, me parecen tan significativas como los rechazos de ciertos maestros: Chesterton, Lawrence, Borges, Nabokov. ¿Cómo evitar la tentación de interpretarlos como perfectos ejercicios de negación o resistencia a la terapia? Sea cual sea el caso dado, el psicoanálisis tiene potencialmente siempre la razón. Ahí radica su fuerza y también su incertidumbre. En eso se parece a la ficción. La intimidad literaria funciona a veces como secreto y otras veces, como exposición. Durante la escritura o el análisis se encubre tanto como se delata. El analista calla parte de lo que está viendo, a la manera de un narrador de Chéjov. El paciente tiende a no ver eso mismo que está buscando, omite el signo delante de sus ojos: la carta robada de Poe. Aplicando la definición de Barthes, ese sátiro del matiz: las revelaciones de Poe son placer, las elipsis de Chéjov son goce. La estructura dialógica del presente volumen me parece un acierto: siempre escuchamos dos voces y observamos desde dos campos. Una lógica va contestándole a la otra, pero sobre todo va autorretratándose en ese espejo ajeno. Lejos de limitarse a formular sus correspondientes mitades, ambas voces construyen un dúo en diferido. Cada réplica arrastra lo argumentado anteriormente, como un bucle con memoria. Quizás el dibujo de cualquier aprendizaje se parezca al de este espléndido libro.
Del prólogo de Andrés Neuman