"Durante muchos años fui a esa casa y me acerqué a ese piano Steinway, en el que conocí las bellezas y terrores de los estudios de canto. Hoy sé que hubiera sido un buen cantante de oratorios", escribe Thomas Bernhard (1939.1981) haciendo memoria. Y también: "Durante toda mi vida he sido uno de esos aguafiestas y seré y seguiré siendo siempre un aguafiestas, como me calificaban siempre mis parientes. Siempre fui un aguafiestas, con cada aliento, con cada línea que escribo. Siempre he molestado e irritado. Todo lo que escribo, todo lo que hago, es molestia e irritación. Toda mi vida como existencia no es otra cosa que un molestar y un irritar ininterrumpidos". Estas dos confesiones explican quizás los resortes de su narrativa, la experiencia y la reflexión fusionadas en una partitura escritural que comparte la severidad del oratorio y la furia de la diatriba.
"A mí dolor le puse un nombre", escribe Nietzche en El caminante y su sombra: "Lo llamo perro". En las alturas, la primera novela de Bernhard, data de 1959, y cuenta con un perrito como ladero en el descenso de una vida perra en modo Dostoievski. Vale recordarlo, también Joseph K es asesinado como un perro temiendo que la vergüenza lo sobreviva. El desprecio a la patria, las tradiciones, la iglesia y la familia son centrales en las anotaciones compulsivas de un cronista de tribunales, como lo fue Bernhard en ese tiempo.
Rebotada por dos editoriales, Bernhard la publicaría post mortem treinta años después, después de sus relatos autobiográficos. Entre los muchos atractivos que tiene En las alturas como opera prima, es que plantea sus obsesiones y advierte todo lo que vendrá después y cumplirá implacable. Así esta novela, por momentos fluir de la conciencia, por momentos prosa poética, con sus visiones sórdidas y escatológicas, en su crudeza, leída ahora, deviene una introducción virulenta a su escritura retorcida, incisiva y nada complaciente. Es que Bernhard muerde.
Guillermo Saccomanno