Dijo la escritora: "me salió un librito impersonal recostado en lo imperceptible". Y retiró a la autora de la portada. Una de las editoras aplaudió. La otra dijo: "Bueno", con reservas. El problema se presentó cuando tuvieron el libro entre las manos.
Alguien busca borrar el mundo con los codos, inventar lazos, mudar lenguas hasta torcerle al idioma su sentencia.
La poesía, en su mínima expresión, es una hebra de lenguaje que pulsa el cuerpo, pulsa los deseos, desbarata las dimensiones en las que se mueve la conciencia, el espacio-tiempo-, hace memoria.
Memoria de qué, se podría preguntar, y según hacia dónde se dirija la pregunta, la respuesta que se encuentre. Así, les danzantes tal vez digan: "se trata de recuperar el cuerpo que nos ha sido robado" (Hijikata), y les poetas balbucear: "la colmena que existe en cada palabra antes de cerrarse en un vocablo" (Jabès). Una y cada vez se trata de pararse del lado mudo de las cosas/ del lado donde todo se levanta/ y se derrumba. Lo que sea que se toque no tiene nombre propio, aunque existan poetas, danzantes, aferrades a una flor inexistente en el horizonte.
La lengua anda inventando nidos en la intemperie, como si la tormenta fuera una fiesta escande/semillas de humo/ en la tormenta. Lo que interpela es siempre otra cosa. Pero no hay que confundir: eso que sin cesar se busca -ese cuerpo robado, esa colmena-, no es un origen, más bien pareciera una fuga hacia adelante. Como dice Cixous: "una raza de topos nunca vista está minando una cultura milenaria".